Después
de muchos años, Antonieta pudo ir a la
casa de Santa Teresa antes de que la vendieran. Quería despedirse del lugar
donde pasó los primeros años de su vida. Al llegar, subió a la platabanda,
donde estaba uno de sus lugares favoritos: la piscina, que cuando era niña
parecía un lago ante sus pequeños ojos y donde vivió momentos felices. Ahora
está vacía, llena de hojas secas. Los mosaicos que una vez fueron azules
parecen ahora un enorme crucigrama gris, y las grietas le recordaron los muchos
años que han pasado. Observó los restos del trampolín y recordó cuando se
lanzaban su hermano y su hermana, haciendo piruetas, aún con los regaños de “Ña
Carmen”, su mamá.
Antonieta
siguió por un rato explorando con ojos ávidos de recuerdos las paredes de
aquella vieja casa, sus salones, sus ventanas, el patio al que daba el laboratorio
de su padre, y justo ahí en un rincón, estaba la jaula. Era una jaula grande
donde vivían los sapos, esos "que le decían a su papá cuando una señora iba a
tener un bebé." Al verla, hecha ya una vacía armazón de herrumbre, su corazón
se llenó de nostalgia y llegaron a su memoria los recuerdos de su amigo, el
sapo más bello del mundo: Floripondio.
La
infancia de Antonieta transcurrió entre familia, juguetes, y la escuela; como
muchos otros niños, pero también entre sapos. Para la mayoría de las personas,
los sapos son feos y desagradables, pero para ella eran lindos, eran parte de
la escena familiar, y Floripondio era su predilecto, su mejor amigo. Era el
sapo más grande y rechoncho de la jaula, su piel parecía turrón de chocolate y
tenía los ojos tristones. Era además el más atento y educado, porque cuando
ella cantaba y bailaba, él no dejaba de verla.
A Antonieta le gustaba curiosear en
el laboratorio de su padre, que era Bioanalista. Ahí habían muchas cosas que le
resultaban interesantes, muchos frascos con líquidos de colores, aparatos con
muchos botones que daban vueltas y hacían ruidos extraños, pero lo que más le
encantaba era observar a los sapos, ver cómo inflaban sus gargantas queriendo
imitar a los globos para salir volando, escuchar el gracioso sonido que hacían
y por supuesto remedarlo, tan ruidosamente, que hasta la abuela la mandaba a
callar.
Una
vez, le preguntó a su papá, por qué
tenía tantos sapos y él le explicó que ellos segregaban un líquido que se usaba
para hacer las pruebas de embarazo. En aquella época, esa era la única manera
de saber si una mujer estaba en la dulce espera. Así que, para su padre, eran
casi unos asistentes de laboratorio, y para ella eran seres adorables, gentiles
y con capacidades adivinatorias.
Muchas horas felices pasó
Antonieta conversando con sus sapos, en especial con Floripondio. Tal vez él
era su príncipe azul, pero a pesar de quererlo tanto, a Antonieta nunca se le
ocurrió darle un beso.
Para Papá.
Fotos:
Arriba: Paseo los Ilustres, Caracas
Abajo: Jardines Topotepuy, Caracas